10/3/10

El síndrome de Ficómenes


Fue aquella chica de sonrisa adictiva y carcajada contagiosa la que me enseñó a apreciar la vida y valorar, uno por uno, cada instante de cada día. La conocí en mi único viaje a Egipto y la casualidad se encargó de hacernos coincidir meses después en los alrededores del Templo de Debod, en Madrid. Ella iba sola y yo no había quedado con nadie, así que esa tarde la pasamos charlando y compartiendo anécdotas, viajes, riéndonos a más no poder. Al caer el sol, después ya de la primera copa, decidimos protegernos de la noche parapetándonos entre su nórdico y su colchón. Pensé que reventaríamos a carcajadas en cada caricia regalada, que el orgasmo sincrónico que mutuamente nos ofrecíamos no era más que una excusa con la que practicar aquella mueca de felicidad compartida… Se la veía tan radiante que era inevitable sentirse pleno a su lado.

Con los días y las noches, empecé a engancharme a ella, a su pose ante la vida, a sus maneras, sus olores, sus formas y ruidos, y, por encima de todo aquello, acabé a los pies de su risa. Pasé unas semanas observándola: se reía de todo; al principio con una risilla leve, ligera, tonta y terminaban asaltándola carcajadas aparentemente incontrolables. Se reía de situaciones graciosas y trataba de no hacerlo en las que pudieran resultar humillantes, pero la risa terminaba escapándosele entre los dedos, con los que pretendía acallarla. Lo cierto es que su situación comenzaba a preocuparme. Poco a poco fui cayendo en la cuenta de que tras aquella euforia constante debía esconderse alguna extraña causa que se me antojaba anormal. Todo esto empezaba a traerle problemas cada vez de mayor importancia, llegando incluso a perder su trabajo por alguna risotada inoportuna que su jefe había entendido como extremadamente irrespetuosa, y ahora pasaba los días haciendo entrevistas que nunca llegaba a superar por aquella risita nerviosa, que le asaltaba sin remedio al enfrentarse a ellas, por muy cualificada que estuviera para el puesto. Había días en que la veía llegar agotada a casa, con flojera en las piernas, dolor de tripa y los ojos enrojecidos por el lagrimeo; o con un hipo insoportable. Pero ella me repetía continuamente que se encontraba bien, que bien venidos fueran todos los problemas si se tratasen simplemente de ser tan feliz como lo era ella, que ¡qué más podía necesitar…! Pero lo cierto es que a mí, ser ‘tan feliz’, así, sin más, sin motivo alguno aparente, se me antojaba algo patológico; principalmente cuando asistía en primera persona a la merma de su energía vital y su exagerado cansancio físico progresivo, que le iban imprimiendo a sus movimientos, cierto carácter de envejecimiento prematuro.

Una madrugada cualquiera, me eché a su lado a escucharla reírse de mis miedos y, mecido por el balanceo de su risa, me quedé dormido con su mano en mi mejilla. A la mañana siguiente, sus labios amanecieron congelados en aquella sonrisa perfecta, al otro lado de la cama. Su corazón no pudo soportarlo.

Ella había muerto y a mi se me había clavado en el alma su boca, riéndose hasta de su propia muerte. Me encerré en mí mismo los primeros días y empecé a pasar las noches investigando hasta caer rendido, buscando obsesivamente las causas de su muerte: lagrimeo continuo, dolor acusado abdominal y lumbar, hipo incontenible, tensión baja, debilidad muscular y ocasional incontinencia urinaria; risa leve, risa tonta, nerviosa, degenerativa… morirse de la risa. Síndrome de Ficomenes: enfermedad de procedencia exótica, muy contagiosa, cuyo medio de transmisión es el aire. En cada una de las carcajadas del infectado se esparcen miles de microsporas contaminadas…

Un hilillo nervioso de bienestar me recorrió de arriba a abajo poniéndome de inmediato el diafragma en movimiento. Contracciones espasmódicas empezaron a invadirme. Una estúpida risa nerviosa, que no supe cómo controlar, brotó desde mi ombligo.


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