Allí estaba, con
la imperfección más definida que jamás se habría imaginado hipnotizándole en
una espiral infinita, inacabada, interminable… Absorto e incapaz de decidir si corregirlo
o abandonarlo a su suerte, se dejaba absorber por el ojo de aquella voluta de
libertad que, inabarcable, le invitaba al ensueño de haber despertando ante la
esencia más pura, allí donde comienza el movimiento. Era su creación; había
pintado él mismo sin saberlo su propia realidad, la que le mantenía enganchado
a la vida, a su perro, al sol de aquella mañana y a la luna de cada
noche, a cada uno de sus amigos, a su maldito trabajo, a su coche, al olor del café… A sus llaves, a la intimidad que abrían y encerraban
sin preguntas, incluso a sus facturas, sus cenas en soledad y sus odiosos
vecinos. A nada en concreto y a todo su mundo interior, sin embargo.
Todo era
imperfecto y comenzaba a rodearle en ese mismo instante con aquella descentrada
y estrábica circularidad abierta, tal como él mismo lo hacía alrededor
del cuadro. Ningún color terminaba de ser exactamente el pretendido como
ninguno de los trazos atravesaba mínimamente la porción del lienzo que él había
proyectado, abriéndose camino según la sutil rugosidad de la tela. Aún así, el
conjunto era pleno; como si, de algún modo, algún extraño dios del lienzo en
blanco hubiera guiado su mano recalculando líneas y trazos hasta llevarle a
plasmar tal belleza improvisada. Cada imperfección compensaba el resto, las
embellecía y realzaba; cada una de ellas daba más importancia a las demás… y así, una
por otra, comenzaba el baile de la espiral en que su autor se había visto
atrapado.
Cierto momento,
mientras él mantenía fija su atención, la sala se fue llenando de gente atraída
por el reclamo de la imperfección plasmada como expresión máxima de la vida. Cada
vez más gente llegaba haciendo sonar sus zapatos al ras del suelo; cada vez más ropa, más roces
de tela pululando discretamente a su alrededor; cada vez más respiraciones ligeras
en procesión. Y poco a poco, el suave rumor del suelo y el movimiento, la
admiración, se fueron tornando en audibles susurros crecientes, extrañas risas,
también imperfectas, que voz a voz comenzaron a atronar sus oídos. Cada vez más
susurros, cada vez más gente, más ruido, más risas; todo imperfecto y en
espiral, una tormenta desdibujándose en tornado; todo girando improvisadamente
a su alrededor tal como él latía, cada vez más rápido, alrededor del cuadro. Su
cuadro. Tan imperfecto, tan infinito. Cada empujón, una línea ligeramente
desplazada, cada risa un color indefinido, cada persona, el milímetro cuadrado que
delimitan los entrelazados hilos de la tensa tela superficial del lienzo, aquel
que ya a duras penas comenzaba a vislumbrar.
En un momento
cualquiera, escuchó un latido impecable –“¡¡Pasen y vean al pintor absorto
hasta la extenuación!! ¡¡Pasen y vean la perfecta contemplación del arte en su
más puro estado original y primigenio!!- La imperfección se había agotado. Se
evaporaron de pronto risas, zapatos, extraños rumores… Se evaporó la gente, se
deshicieron las telas, la sala… Aquel cuadro sencillamente dejó de girar. Fue
un simple y minúsculo latido perfecto. El olor del café, cada uno de sus
amigos... No supo cómo había llegado, lo escuchó sencillamente latir y
quebrarse hacia donde él no había proyectado. Se destejieron el lienzo y los
colores impuros. Se evaporaron, también, los sutiles empujones… Como si algún
dios del latido en blanco hubiera guiado su corazón hasta hacerlo traspasar la línea de la perfecta realidad que él, ya en su día, había roto y desechado
hacia el paraíso de la corrección; allí donde ya nada gira ni se
compensa, allí donde la belleza es tan perpetua, individual e inamovible, solemne
y aburrida, que sobra seguridad y la quietud es eterna.
Un día escuchó
un latido tan perfecto que no tuvo ni tiempo de decidir cómo quería acabar con
toda su imperfecta realidad. Se ganó la eternidad, la nada. Sencilla y
perfectamente, se evaporó con su cuadro tal como había llegado.
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